lunes, 19 de abril de 2010

Bob Dylan


Hola, primero quiero dejar bien claro que mate a la ortografía y a la gramática por una wea de principios. En este primer post voy a hablar sobre un personaje más grande que Jesucristo, Bob Dylan.

Bob Dylan se define a sí mismo frente a Martin Scorsesse como un expedicionario musical. Y aunque leer su vida como explicación de su valor como creador o de su importancia puede pasar por un error, es necesario empezar por quién es este personaje cuya ambición desbordada termina llevando la antorcha poética de la generación beat (en palabras de Allen Ginsberg) y llegó a portar el discurso de una generación completa que leyó sus letras como himnos de batalla y expresión de una sensibilidad común, sólo para escuchar como su respuesta una negación a tal afiliación, para pararse solo y pasar a contribuir con otros pocos a inventar lo que sería el sonido contemporáneo.

Robert Allen Zimmerman sufrió el síndrome de Elvis: Un chiquillo en un pueblo perdido en el sopor y la inevitabilidad de los años 50, cuyo espíritu lo obligaba a escapar a toda costa de su destino predecible bajo el discurso del progreso lento y sostenido de la Estados Unidos de la época, del sacrificio patrio, el aburrimiento del sueño americano traspasado de padre trabajador a hijo modelo.

A los quince imitaba a Elvis y soñaba con escapar a toda costa de su pueblucho. A los 18 ya había inventado un personaje y juraba a quien quisiera escucharlo (sin pensar que el tiempo y la fama le enrostraría su mentira) que era Bobby Ve o que había conocido a Woody Guthrie en persona. Ya había abandonado la universidad guitarra en mano y tomado el camino de Jack Kerouack, de recorrer Norteamérica haciendo dedo a la aventura. Ya había recorrido más de lo que muchos recorrerán en sus vidas cuando llegó a la Babilonia de la época (New York) donde tocó armónica para un tipo que lo hacía trabajar todas las noches horas diarias a cambio de 5 dólares y una hamburguesa con queso (según él). Ya había llegado al café Wha y muchos lo habían escuchado hacer versiones pastiches de Leadbelly y Son House y Robert Johnson y Charlie Patton y Blind Lemon Jefferson, había escuchado cada vinilo inencontrable que se le pasara por delante. Ya había robado acordes y hasta canciones completas a sus contemporáneos y las había mejorado. Estaba absorbiendo un conocimiento ajeno de la misma forma que Elvis, sin pertenecer a la tradición de una cultura de siglos que venía desde el gospell, pero con todo el corazón y voluntad autodidacta para compensarlo. Y no sólo su tradición, sino también la tradición de occidente al abrazar canciones tradicionales irlandesas, escocesas e inglesas. En el primer registro musical no oficial, a una semana de lanzar su primer disco le dice a una entrevistadora en un programa de radio que había aprendido a tocar guitarra y a leer las manos en el circo al que había seguido cuando escapó de su casa. Otra mentira probablemente; el personaje había sobrepasado cualquier verosimilitud. Armado de su armónica y su sombrero y sus 19 años y su acento impostado de viejos esclavos libertos del algodón adictos al whiky dejaba sin respiración a quien lo escuchara. Antes de los 25 ya era el artista más importante en los festivales de Folk en Newport y había seducido a la portavoz del movimiento hippie creciente, Joan Baez. Tenía el síndrome de niño genio que conseguía cada cosa que se proponía.

Y no es su vida la que importa, sino cómo podemos en cada etapa de ella encontrar formas de absorber técnicamente una historia, una herencia, de verlo hacer cuajar un estilo propio y en eterna mutación. Al mismo Martin Scorsesse le dice que lo que le interesaba en los primeros años era llegar a imitar incluso las miradas y los gestos de los que lo antecedieron. Autodidactas como él que usaban la guitarra más que nada como instrumento de percusión, y que a penas sabían leer o escribir.

Una visión siempre más lúcida, un paso adelante de su generación siempre lo hizo evitar querer afiliarse con ningún movimiento, escuela, predilección o ideología. Y para una época tan convulsa, claramente desmarcarse del movimiento contracultural más importante del siglo 20 no era tarea fácil; sólo así se entiende por ejemplo que ante la asociación de derechos civiles que lo estaba premiando les diga borracho que hay un Hitler en cada uno de nosotros. Su ingenio es legendario, y sus respuestas a los periodistas aún más desconcertantes (Pregunta del entrevistador: cuantos cantantes de música folk cree usted que hay hoy en día. Respuesta: Creo que son 127.)

Además del genio, la persistencia y la lucidez tuvo la suerte de esos iluminados de estar en el momento exacto en el tiempo exacto. Para ilustrar un momento que deja esto claro hay que recordar que en un momento se encuentra con Lennon en una limusina, y desde entonces los sonidos de ambos se comunican y se modifican: la estética Yeah-yeah de los Beatles desaparece para siempre, y quizás más que coincidencia es una sincronía del universo al estilo Borges, pues Dylan también cambia, enchufa su guitarra a un amplificador y le gritan ¡JUDAS! en un recital folk, y su respuesta es Toquen fuerte por la mierda, y like a rolling stone se convierte en otro himno, más que para los hippies o beatneaks trasnochados para los mismos músicos como Jimmy Hendrix, otro espíritu salvaje que una vez confesó que ponía el vinilo de blowing in the wind en sus fiestas de juventud frente a sus amigos que le protestaban porque no entendían lo que entendía él, de la misma forma que debe haber sido extraño escuchar a un niño judío de 17 años tratando de imitar a un esclavo negro de los años 20. Quizás la historia del hombre no es más que la de pocos hombres que se van escuchando entre sí en algunos momentos determinados, y que a veces también se dan la mano, como cuando Johnny Cash le regala a Dylan su guitarra como gesto de fraternidad y admiración.

Quizás la influencia más grande para todos quienes lo sienten como colega no es sólo musical, sino cultural juzgando la relevancia de su figura mediática. Quizás es esa integridad y multiplicidad sonora, esa actitud frente al sonido que hizo avanzar las posibilidades de la música al liberar la música al volverla inocente de escuelas, movimientos, estructuras que se convierten en barrotes de una jaula conceptual y que termina en el fanatismo de quién cierra sus oídos a todo lo que decidió que no le gusta antes de escucharlo. Su aporte cultural es que consideró al sonido no militante de ninguna ideología, más libre que los libertarios que le gritaron Judas, consideró que no merece estar atado a una estructura, a un soporte material fijo, y da lo mismo si pasa por una caja de resonancia o por una cápsula que lo convierte en energía eléctrica, de la misma forma que en Walter Carlos con sus versiones de Bach en un Moog. Ese momento precioso en que conecta la guitarra y da un golpe a la cátedra deja en claro que lo importante no es el folk, el rock, la música psicodélica en sí, sino la música en libertad incluso hasta de un sentido; incluso en esas letras que parecen brotar desde el inconciente como en Ballad of a thin man. Todo desde el centro del gusto, que está en cualquier lado menos en la cabeza, quizá en el estómago, quizá en los genitales. Está en el coraje y en la sinceridad, para Dylan el dominio técnico está subordinado a ellos.

Y si pensamos en su influencia a la manera de rapsoda griego, en el expedicionario que explora cada matiz de la tradición y lo pasa por su propia individualidad desnudada para ofrecer una obra (que por añadidura se aleja de lo que se entiende por producto de mercado, que en Dylan ha sido una de sus batallas), podemos encontrar otra coincidencia o influencia o sincronía borgiana del universo. Violeta Parra emprendió el mismo viaje por la música sudamericana, hizo el mismo ejercicio de autoridad al componer, y se desmarcó de los valores de la época de la misma forma que Dylan (si no queda claro se sugiere escuchar Maldigo del alto cielo).

Pero a diferencia, para bien o para mal, de la figura trágica de Violeta, Dylan eligió seguir un camino cada vez menos romántico, cada vez más personal y adulto. Hoy lo podemos ver abrazando un sonido cada vez menos pretencioso, más prosaico. También en un gesto impensado para sus años mozos podemos escucharlo hablar de sus influencias insospechadas en 80 (y acumulándose) horas de su programa de radio en las que se destaca por ser un locutor impecable. También está escribiendo su biografía y cada vez accede a más entrevistas. Día a día deja claro que siempre tuvo una visión de quién sería, de cómo lo han entendido mal a través de los años, de cómo a medida que se acerca su muerte, a diferencia de los héroes del rock que se van endiosando como mártires de mármol, Dylan va acercándose más a una comprensión global del espíritu mal entendido de la generación Beat, mal entendido porque toda una generación creyó que se trataba de ser libre mientras los otros fueran como tú, dentro del movimiento, dentro de una estética, de una locura pasajera que terminaría en frustración y fracaso de la utopía, y finalmente en una vuelta del péndulo: gente normal viviendo vidas normales. Dylan con su vida y su obra ha demostrado que sabe leer a Nietzche pues ha seguido el camino de Zaratustra, de encontrar la verdad encontrándose a sí mismo, de matar a Buda si se te aparece. Igual que con Lennon, de su música se desprende lo que en su vida se entiende racionalmente como moraleja, que se puede vivir a tu modo si eres sincero y no tienes miedo, y que de la misma forma se puede escuchar, componer, sentir.

1 comentario:

  1. wow eso si que fue largo...

    Excelente ensayo wn. Sin duda Dylan es la figura más grande y admirable de la música. Lo mas genial (aparte de sus canciones) es lo que mencionaste sobre que se desmarca de cualquier etiqueta que le pongan.

    Un genio de los pocos que hay.

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